27 enero 2008


¡Oh! Que guapa está ahí metida en su zapato rojo. Esa pieza de maestro artesano, que se ha trazado con las manos más sabias, tiene las curvas más sensuales que jamás haya visto nunca. Fíjate como acompañan su figura a la perfección, como si estuviera vestida con él. Bueno, ni tan vestida ni tan desnuda, porque aún muestran sus pechos, que me pierden por los caminos del deseo. No se trata de un pensamiento perturbado, es otra cosa, más bien una valoración muy sincera de lo que me parece tan estético, es el resurgir de la belleza que aparece desde el pecho de esta mujer, desde el corazón hacia el mundo. Es como si su alma quisiera salir hacia fuera para dotar al día de un motivo más para sonreir y gozar de su sonrisa, y también de otras muchas sonrisas.

Su fina piel llama a ser acariciada por manos que la adoren. Si pudiera tocarla, no me cansaría jamás de hacerlo; pasaría mis dedos sobre los suyos, hasta llegar a la muñeca. Entonces, apoyaría toda la palma de mi mano sobre su brazo, para pasarle mi calor, ese que tanto necesita. Al llegar al hombro, mis yemas acabarían la pincelada que dibujé sobre su brazo, levantando el mío con un ligero gesto de satisfacción y complicidad hacia ella. Retirar la mano ya no supondría un motivo de pena.
Conozco cada uno de los lunares que poblan su espalda, sus poros, sus cabellos, sus gestos. No me cansaría jamás de dibujarlos una y otra vez, porque al hacerlo me trasladan a otras partes del mundo. Cuando pienso en ella, me veo en una isla desierta, llena de palmeras y playas. Lugares donde me gustaría estar, y que ni existen. Sólo están en mi cabeza, en mi lápiz, lejos de la realidad mundana. No merece la pena vivirlo de lejos.

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